lunes, 1 de octubre de 2012

Cuentos de Bogotá 4 – Ni un kilo lo dejan pasar a uno



En la puerta 6 del Aeropuerto Internacional El Dorado, en Bogotá, trataba de eliminar el tiempo antes de abordar mi vuelo de regreso a Guatemala. Leía las últimas páginas de la biografía de Slash con el telenoticiero de farándula local como sonido de fondo.

Me desconcentraba un poco una chica que hablaba, perdón, gritaba por su celular. Usaba muchas palabras en solitario, o sea, pocas oraciones completas: “¡sí!”, “¿no?”, “aguante”, “dígalo”, “ciudado”, “bobada”, “jódase”.

La vi por primera vez al hacer cola para entrar al avión. No le calculé más de 18 años de edad. Vestía un pantalón de lona ajustado y de cintura muy baja, una blusa corta que le dejaba el ombligo bien ventilado y un escote generoso. Pintura y peinado nítido, como de fiesta. Y seguía con el teléfono pegado a la oreja.

La interrumpieron tres policías, uno con un perro, y le hicieron una serie preguntas en voz baja. Ella comenzó a llorar. Se la llevaron. Recordé todas las películas de las llamadas “mulas” que he visto. Ni modo, yo seguí en la cola.

Minutos después regresó con los ojos rojos y el maquillaje destrozado. Sonó su ringtone cumbiero y respondió la llamada. “¿Ya ves?, ni un kilo dejan pasar a uno, jajaja”, dijo, y entró al avión.

La segunda vez que la vi fue cuatro horas más tarde, en el Aeropuerto Nacional de La Aurora, Guatemala. Y sí, nuevamente hablando por su celular, diciendo “ya vine, hey, y le traigo una sorpresa, le gustará, si me trata como princesa, se la doy”.